Puede que haya dicho alguna vez ya, que escribir para mí es como una especie de terapia. Esta palabra me hace mucha gracia porque hace que recuerde uno de los grupos de chavales con el que he trabajado, que de broma y risas, llamaban terapia a los grupos de reflexión que tenemos. La verdad es que gracias a ellos, esta palabra, que puede a veces ser tan dura, ha empezado a ser muy divertida.
Y el caso es que últimamente he tenido que comenzar una nueva terapia. La rotura de mi ligamento cruzado anterior en un partido de futbol, me hizo tener que frenar en seco en medio de una rutina que empezaba a ser frenética: trabajo, actividades, decisiones, cambios importantes…
Sin esperarlo, la vida a veces, sorprende, lo quieras o no, con circunstancias a las que no te queda otra que enfrentarte. Y yo, como procuro aprovechar todos los momentos que se me cruzan, para sacar algo provechoso de ellos… supe que mi cuerpo, mi mente y mi corazón, volvían a necesitar pausa, escucha, análisis y una dirección, que aunque siempre he intuido, últimamente, me estaba costando seguir.
No sabía que una operación dolía tanto. Y yo, que soy quejica de por sí, en estos momentos soy un reto de santificación para todo el que se cruza conmigo. Durante este primer periodo, me re-encontré de nuevo con mi familia, la cual siempre me demuestra que está conmigo incondicionalmente, y más en los momentos complicados; e hicieron mi burbuja de incertidumbre y dolor, un hogar cómodo, tranquilo y lleno de mucho ánimo y amor.
Tras esa primera etapa de “encierro”, y varias visitas al traumatólogo, solo Dios sabe lo mucho que me costó dar el paso (nunca mejor dicho) de empezar con la rehabilitación.
Creo que nunca olvidaré el primer día que me vio el rehabilitador. Entré en esa sala contenta por los pequeños avances que había hecho “yo sola”, e ilusa de mí, mi cara fue cambiando cuando me dijo que no era capaz de hacer ni lo mínimo para empezar la rehabilitación y que no estaba en un buen punto. Entré orgullosa… y salí casi llorando, sintiendo frustración y que no había sido capaz de nada.
Justo después entré en una sala, en ese momento aún extraña para mi, a que me dieran cita para comenzar… Yo solo quería huir de allí. Me sentía incómoda, insegura, triste y asustada. Y diréis, ya ves tu… si es solo una pierna. Sin embargo, en la vida, allá donde vayamos, todos llevamos una mochila llena de cosas rotas o recién reparadas. Y en mi caso, la rodilla, solo era un elemento más que se sumaba a mi pesada mochila.
Con esto quiero decir, que la parte más importante de tratar a las personas, independientemente de cuál sea tu trabajo, es cómo las haces sentir.
Y aquí entra el agente clave en todo esto.
En esa sala, me rodearon varias personas para intentar regular mis muletas. Y, entre todas esas caras distantes con mascarilla, tengo grabada la mirada de alguien que encontré (o que quizás me encontró… algo perdida). Sin querer y, probablemente sin saberlo, me trasmitió que todo iba a estar bien.
Era una mirada bondadosa, tranquila y compasiva, que no sé si se dio cuenta de que estaba triste, pero que sin duda, me hizo sentir mejor.
Aún así, había sido tan mala la experiencia en global, que estaba prácticamente convencida de irme a hacer la rehabilitación a otro sitio. Lógicamente eran mis miedos e inseguridades las que hablaban. Pasé una tarde horrible, y le dije a mi familia y mis amigos que no quería volver. Sé que soy una persona demasiado sensible y a veces me cuesta gestionar que alguien no sea amable conmigo. Aún así, comenzaba las sesiones el día siguiente y no me quedaba otra que ir. Así que de morros, pero allí me planté.
Volví a esa sala, sin casi mirar a nadie, me tumbé en la camilla y me puse la lámpara de calor. Al rato, se me aceraron esos ojos del día anterior… Esa persona con un traje-bata, se sentó a mi lado, cerró el puño, lo metió debajo de mi rodilla “estirada” y me dijo “Aquí hay trabajo que hacer”. Y me lo dijo con una sonrisa.
Iba tan a la defensiva, que pensé que también me regañaría. Sin embargo, me dijo lo mismo que ya sabía, pero me hizo sentir completamente segura.
Esa persona que me miró el primer día con tacto, resultó después ser mi fisio y también una gran escritora oculta en sus tiempos libres (shhh).
Le debo en gran parte todos mis ánimos, motivación y mis buenos resultados. Me ha acompañado, me ha hecho confundir el dolor con la risa, me ha ayudado a ver que mi cicatriz es guay, me ha distraído con mil preguntas y mil historias… Me ha hecho entender que, ser buen profesional, además de hacer bien el trabajo técnico, es tratar con cariño a todo aquel que aparece por la puerta… ¡Me ha hecho darme cuenta de que la elección de los calcetines es muy importante para cambiar tu día!
Y sobre todo, me ha dejado una gran enseñanza: Y es que con ayuda, puedes mucho más.
Probablemente me quede escasa intentando reflejar la importancia que tiene encontrar en el camino personas que te hagan sentir que eres capaz. Porque aunque en el fondo sí lo seas, si los ojos no lo pueden ver y el corazón no lo puede sentir, quizás nunca llegues a conseguirlo.
Si alguna vez dudas… de si un gesto tuyo, una sonrisa, una voz cálida, o si un poco de tiempo o de interés, vale de algo… no lo dejes pasar; Recuerda esta historia y piensa en el punto tan clave que fue para mí una simple mirada y una sonrisa en un día duro.
En nuestra rutina, estamos construyendo y destruyendo constantemente cosas sin darnos cuenta. Cosas que están en lo más intimo de las personas. Quizás nunca nadie lo sepa. Pero ahí quedará. Sumará o restará. Yo le doy las gracias a esos ojos por sumarme y por hacerme mejor.
Día tras día, todos los días, la sala llena de máquinas prehistóricas y de gente lisiada como yo, ha comenzado a ser mi lugar de terapia. En todos los sentidos.
Esta experiencia curando mi pierna, me está haciendo también curarme entera. Me está enseñando que el proceso duele y que esto es inevitable porque forma parte de la vida. Lo único que podemos procurar, como dice mi padre, es controlarlo, para que el dolor no se dispare. Por lo demás una curación es inestable y una montaña rusa de emociones y perspectivas. Sin embargo he aprendido que no hay que obcecarse con el “por qué ha pasado”. Sino centrarse en qué puedo sacar de esto, en que seré capaz de afrontarlo… y que «es normal que duela, te han operado, lo raro sería que no doliera»
Le dije por primera vez esta frase a alguien que me ha estado cuidando mucho en este tiempo: “Estoy aprendiendo de nuevo a andar”
A lo que me respondió: “Qué bonito”
Yo me quedé un momento pensando… y dije… Pues sí… Qué bonito.
Este mensaje contiene mucha belleza porque, en la vida, a veces, le toca a uno volver a aprender cosas tan sencillas como las que hacemos de pequeños, de bebés. Y esa lección está llena de sabiduría.
Seguidamente me preguntó: Y ¿Quién está contigo para cuando te caigas?
Automáticamente la respuesta a esta cuestión, pasó a completar de sentido la frase anterior. Y juntas, se convierten en una de las claves más importantes de la vida: Aprender de nuevo a caminar y saber quién estará a tu lado cuando caigas.
A partir de entonces, cuando la gente me pregunta, qué tal, les digo orgullosa… ¡Bien! Estoy aprendiendo a andar de nuevo. (Lo que no saben… es que es en todos los aspectos).
Puede que tuviera más sentido escribir esto cuando ya lo hubiera conseguido. Este proceso de curación sigue estando lleno de angustia, de incertidumbre, de tristeza, a veces de decepción… En definitiva de días y de cosas que pasan todos los días.
Supongo que cuando estás mal, nunca te sientes del todo preparado para empezar a andar solo. Se necesita a alguien que sepa que sí lo estás y que te ayude, hasta poder soltarte poco a poco la mano. Pero sabiendo que estará ahí por si te caes. Alguien que crea en tu autonomía y que haga posible tu libertad.
Creo que llegado ese momento, hay una parte por dentro, que no quiere estar lista. Y que esto sucede por miedo.
La mochila pesa… y pesa más cuando hay partes de tu cuerpo que están débiles. Pero aún cuando me invade este sentimiento tan fuerte que no me deja respirar… hay un lugar en mi mente, lleno de paz, de calma, serenidad y mucha fortaleza. Un lugar que me inspira a tener una vida mejor y a aceptar lo que tenga que pasar, con el propósito de convertirlo en algo bello. Un lugar impulsado por personas y vientos que me acompañan en ese viaje. Y que todo junto hace que la globalidad recobre su sentido.
Mi terapia personal y física, me dicen que, aunque no haya conseguido aún mi objetivo, ya he ganado mucho más de lo que tenía… y que el sufrimiento está siendo solo una parte más de ello, pero que se irá colocando en su lugar. Que la cicatriz siempre estará ahí, pero cada día dolerá menos, hasta que se convierta solo en un recuerdo. Un recuerdo que ya sonrío por tener.
Solo puedo decir para terminar, esa frase que tantas veces ha resonado en todos los Caminos de Santiago que llevo a las espaldas… y en los que me quedan.
“El camino es la meta”.